"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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La flor azul

LA FLOR AZUL. Jorge Muñoz Gallardo. 1. La casa del profesor Darwin era una edificación antigua, rodeada de altos y añosos nogales, precedida por un jardín donde destacaban las camelias y una fuente de piedra sin agua que tenía, en uno de sus bordes, un par de duendes esculpidos por algún artista anónimo. Antes de llegar a la puerta de madera barnizada con vidrios rectangulares en la parte superior, había una escalera de roble, escoltada a ambos lados, por dos grandes vasijas de greda de cuyas bocas circulares asomaban verdes y ondulantes helechos. La vivienda estaba situada en un barrio apartado, tranquilo. A dos cuadras de distancia había una panadería, luego una plaza, un poco más allá, se alzaba un almacén, único vestigio de modernidad en aquel lugar que se resistía a dejar el pasado. Tal vez por eso, aquel barrio le gustaba tanto al profesor que tenía el corazón provinciano. 2. El despacho del profesor era una habitación de paredes y techos altos, con dos ventanas grandes que daban al jardín. Las paredes estaban llenas de repisas con libros, también se veían, muy limpios, gracias a la preocupación de la señora Ana, muebles con adornos y figuras de cerámica; en uno de esos muebles había una colección de soldaditos de plomo, en otro, tortugas y cocodrilos tallados en maderas nativas. En una de las paredes colgaba un reloj con esfera de cristal y un péndulo dorado que brillaba en el interior de la caja. Sobre la cubierta de su mesa de trabajo había un globo terráqueo y un grueso volumen de historia natural. También estaba la estufa que tanto le agradaba a Don Pascual -el gato- y había un sillón de mimbre con almohadones forrados en tela roja que el felino usaba con bastante más frecuencia que su amo. De esa mesa y de los desvelos del profesor Darwin, habían salido algunos ensayos memorables y deliciosos artículos sobre la vida animal que le habían dado cierta fama a su autor, especialmente en el mundo académico. Pero, sólo Don Pascual conocía aquellos desvelos y las continuas pesadillas que agitaban al profesor. 3. La señora Ana era una mujer de unos sesenta años, gorda, paciente y amable, que sentía una admiración cercana a la devoción por el profesor. Había trabajado en el campo, en la casa de la señora Elisa, la hermana del profesor Darwin. Allí había pasado los momentos más felices de su vida, todas las mañanas se levantaba de madrugada para ir al gallinero a recoger los huevos, por las tardes acompañaba a la niña Antonia a la pradera a mirar los caballos que pastaban meneando de vez en cuando la cola para espantar las moscas y por las noches jugaba a las cartas con la dueña de casa. En el verano llegaba el profesor y la señora Ana sonreía dichosa, se apoderaba de la cocina y con la energía de un general en el frente de batalla, preparaba toda clase de guisos y pasteles. El profesor sabía muchas historias, le contaba a la niña cuentos de viajes y animales que él llamaba prehistóricos, la buena mujer también los escuchaba con gran atención, cuando Darwin concluía con una sonrisa, le preguntaba donde vivían esos animales porque estaba convencida que los personajes que poblaban esas historias vivían en el campo de su patrona. Sin embargo, aquellos momentos felices terminaron bruscamente, la señora Elisa vendió el campo y ella, la señora Ana, se fue a vivir con el profesor, gobernando la casa con silenciosa dedicación. también fue ella la que llevó a Don Pascual a la casa, lo halló una tarde, cuando regresaba de la panadería, era un gato flaco, sucio y tímido, sin embargo, gracias a sus cuidados se transformó en Don Pascual, es decir, un gato bien alimentado, flojo, de pelaje sedoso y aire señorial. También era ella la que limpiaba, todos los viernes, el destartalado automóvil del profesor dejándolo brillante como un adorno navideño. 4. Don Pascual se estiró satisfecho, afuera, la tarde era helada y brumosa, pero ahí, junto a la estufa, en esa habitación llena de repisas, de libros, todo era calidez y comodidad. Y pensar que él había vivido en la calle, conocido el hambre, el frío, las persecuciones de los perros; sin embargo, la vida tiene muchas vueltas, ahora le tocaba descansar; por supuesto, que nada de aquello sería posible sin la generosidad de la señora Ana y la benevolencia del profesor Darwin que pasaba horas delante de su mesa de trabajo, escribiendo y dibujando, hasta que se quedaba dormido y empezaba a roncar como una locomotora, aunque su sueño no siempre era tranquilo porque hablaba mientras dormía y hasta había ocasiones en que gritaba pronunciando el nombre de la niña que sonreía en la foto con marco de metal esmaltado que estaba entre dos grandes diccionarios. Entonces llegaba la señora Ana y lo despertaba hablándole con ternuras de madre. Y él, que ahora se llamaba Don Pascual, para no ser menos, se levantaba ronroneando e iba a restregarse entre los pantalones del profesor que volvía a coger sus lentes y darle nuevamente al lápiz y al papel, porque le gustaba escribir así, a la antigua como él decía, de esa manera preparaba sus clases y sus artículos y dibujos para la revista dedicada a la vida animal en la que colaboraba con entusiasmo. Era precisamente eso lo que estaba ocurriendo en aquel instante. Darwin permanecía inclinado sobre sus papeles, se había quitado los lentes y a ratos, dejaba escapar hondos bostezos. 5. -Miau... ¿Qué te pasa Darwin? -la voz del gato resonó pausada y meliflua. -Estoy escribiendo un artículo, pero me he quedado en el primer párrafo y no puedo avanzar -contestó el profesor. -Miau... Eso sí que es un problema ¿de qué trata? -Bueno…… Es algo sobre los caballos y sus parientes más antiguos. -Miau... Qué asunto peludo, pero tengo una idea, anda al almacén y cómprate una botella de jugo y me traes una lata de sardinas a mí, eso te va a despejar la cabeza. El profesor se colocó los lentes para mirar al gato y hacerle una pregunta; eran las seis de la tarde, de un sábado de marzo. Sin embargo, Don Pascual se había puesto en pie, o mejor dicho en cuatro patas, y después de arquear el lomo, estirar el rabo y soltar un nuevo maullido, se alejó por la puerta entreabierta. Darwin, que estaba sumergido en una blanda nube de cansancio, bostezó otra vez. 6. Se puso la chaqueta, guardó en un bolsillo su cuaderno de notas, y con lento andar se dirigió al garaje, su auto era un cacharro viejo que perdía aceite y cuando lo aceleraba sonaba como si fuera a desarmarse, pero él lo quería casi tanto como a sus libros. La idea de comprar algo y después continuar escribiendo le parecía buena. Cuando se detuvo frente al almacén sintió que estaba un poco más oscuro y helado. Cogió la billetera que estaba en el asiento del copiloto, se la guardó en un bolsillo interior de la chaqueta y después de cerrar la puerta del vehículo con suavidad, apuró el paso. Al entrar en el amplio recinto no vio a nadie, pensó que aún tenía sueño, se restregó los ojos y volvió a mirar a su alrededor, el almacén estaba vacío. Se quedó parado, contemplando los escaparates, los canastillos, las paredes de tonos grises y verdes, nada ni nadie se movía a su alrededor. Permaneció un instante inmóvil, con la mano derecha en la frente, como si estuviera sumergido en hondas reflexiones, al abrir los ojos descubrió una escalera situada a corta distancia. Descendió hasta llegar a una habitación espaciosa y lúgubre, en la que había muebles y repisas en los que se amontonaban toda clase de productos. Al entrar, descubrió, en el interior de un canasto, un par de ojillos grises que lo miraban fijamente. Era un ratón blanco que lo contemplaba sin manifestar temor y cuando Darwin menos lo esperaba, saltó adelante y pasó corriendo entre sus pies, se dirigió a la puerta que estaba a su espalda y echó a andar con prisa por un tramo de escalera que continuaba descendiendo y él no había visto antes. Apenas tuvo tiempo de girar en los talones para salir detrás del ratón. Se mantuvo a corta distancia del roedor, saltando los escalones. El animalito corría en dirección a una puerta abierta. Al cruzar aquella puerta, el profesor se halló en un amplio sitio de tierra lisa, con manchones de pasto amarillento, una bodega vieja, una carreta y grandes cajones de madera ocupaban el lado izquierdo del terreno. El ratón blanco siguió corriendo hasta pasar debajo de un portón de hierro, algunos pinos se alzaban solemnes a ambos lados del mismo. Darwin empujó con esfuerzo el pesado portón, una brisa agradable soplaba. No supo cuanto tiempo trotó siguiendo al veloz roedor, pero, de pronto se halló delante de un alto muro de piedra por el que trepaban tupidas enredaderas. El ratón se detuvo, dio vuelta la cabeza para mirarlo y enseguida se perdió en un agujero situado en la base del muro. El profesor Pensó que ahí terminaba su aventura, sin embargo, picado por la curiosidad, caminó junto a la muralla buscando una puerta o una grieta que le permitiera pasar al otro lado, mas no encontró nada. Entonces se le ocurrió una idea, cogiéndose de las enredaderas, que tenían gruesos y enroscados tallos, comenzó a subir hasta llegar a la cima, luego descendió con cuidado y cuando estuvo cerca del suelo saltó a la tierra firme. Tenía la cara empapada en sudor, la ropa sucia de polvo y trozos de los tallos y hojas que cubrían la muralla, pero estaba contento porque había logrado vencer un obstáculo que al principio le resultaba infranqueable. El paisaje que se ofrecía a su mirada, especialmente la pradera donde pastaba un caballo, despertaba en su interior extrañas emociones, el cielo, el aire, y hasta los árboles le parecían conocidos, era como si alguna vez hubiera estado ahí. Aún no salía del asombro, cuando volvió a ver al ratón blanco corriendo hacia una estructura de piedra rodeada de hierbas y malezas. Intentó alcanzarlo, pero desapareció en esa estructura que, al contemplarla con atención, descubrió que era una tumba junto a la cual se alzaba una cruz. Después de observar a su alrededor, sin ver nada que pudiera retenerlo en aquel lugar, decidió volver al muro, treparlo y regresar. Estando junto a las enredaderas, y cuando se disponía a iniciar el ascenso, sintió la necesidad de mirar hacia atrás, giró la cabeza y se quedó pegado al piso, sin parpadear, de entre las malezas que rodeaban la tumba de piedra surgió una niña de unos siete años, de pelo color miel y la tez clara, estaba descalza y llevaba un sencillo vestido celeste. Al verlo, la niña, clavó en él sus grandes ojos pardos y enseguida se dirigió hacia el caballo que seguía mordiendo la hierba. De la garganta del profesor surgió un grito, la niña era Antonia, su sobrina Antonia. Cuando se repuso de la impresión, fue tras ella corriendo todo lo rápido que sus fuerzas se lo permitían, pero de nada le sirvió, la muchachita había montado el caballo y galopaba alejándose del lugar. Sin salir del asombro, regresó y acomodándose en una piedra cubierta de musgo suspiró hondo, si la niña había aparecido en ese lugar tenía que volver por allí. Eso fue lo único que se le ocurrió en ese momento y le pareció acertado, de modo que apoyando los codos en las rodillas y la cara entre las manos, se armó de paciencia. Mientras esperaba vio en el suelo una flor azul, la cogió colocándola sobre su palma extendida, era una flor pequeña, los pétalos ovalados y simétricos salían como rayos de un centro circular de color negro intenso. La guardó en el interior del cuaderno, enseguida se incorporó. La niña y el caballo no regresaban, había pasado demasiado tiempo, se encaminó lentamente al muro para trepar otra vez por las enredaderas, saltando al otro lado. El golpe lo hizo revolverse en el sillón y abrir los ojos. La estufa continuaba encendida, Don Pascual estaba enrollado en el piso, el reloj de pared repetía su monótono compás. Después de abrir y cerrar varias veces los ojos, miró sin comprender todo lo que lo rodeaba, observó nuevamente el reloj, eran las siete y media. Se agarró la cabeza con ambas manos, como si recordara algo... Antonia... Había ocurrido una mañana de octubre, en el campo, la niña tenía siete años, llevaba puesto un vestido celeste, él la ayudó a subir al caballo, era un animal muy manso... Una perdiz cruzó volando a corta distancia, el caballo se asustó y salió corriendo, Antonia cayó al piso golpeándose la nuca en una piedra... Todos los esfuerzos resultaron inútiles... Su hermana Elisa lo consideraba responsable y nunca lo perdonó. Como si volviera de un trance, respiró hondo y repitió: “Fue un accidente”. Luego, volvió a mirar el entorno, entonces, impulsado por una idea repentina, sacó el cuaderno y lo abrió sobre sus rodillas, allí estaba la flor azul, como un Mandala misterioso y desafiante. Los pasos de la señora Ana, al otro lado de la puerta, lo sacaron del asombro, devolvió el cuaderno al bolsillo de la chaqueta y se puso los lentes. Don Pascual ronroneaba entre sus tobillos.

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